Tardará, tardará.
Ya sé que todavía
los émbolos,
la usura,
el sudor,
las bobinas
seguirán produciendo,
al por mayor,
en serie,
iniquidad,
ayuno,
rencor,
desesperanza;
para que las lombrices con huecos portasenos,
las vacas de embajada,
los viejos paquidermos de esfínteres
crinudos,
se sacien de adulterios,
de hastío, de diamantes,
de caviar,
de remedios.
Ya sé que todavía pasarán muchos años
para que estos crustáceos del asfalto
y la mugre se limpien la cabeza,
se alejen de la envidia,
no idolatren la saña,
no adoren la impostura,
y abandonen su costra de opresión,
de ceguera,
de mezquindad.
de bosta.
Pero, quizás,
un día,
antes de que la tierra se canse
de atraernos y brindarnos su seno,
el cerebro les sirva para sentirse humanos,
ser hombres, ser mujeres, -no cajas de caudales,
ni perchas desoladas-,
someter a las ruedas,
impedir que nos maten,
comprobar que la vida
se arranca y despedaza los chalecos
de fuerza de todos los sistemas;
y descubrir, de nuevo,
que todas las riquezas
se encuentran en nosotros y no bajo la tierra.
Y entonces... ¡Ah!,
ese día abriremos los brazos
sin temer que el instinto nos muerda los garrones,
ni recelar de todo,
hasta de nuestra sombra;
y seremos capaces
de acercarnos al pasto,
a la noche, a los ríos,
sin rubor,
mansamente,
con las pupilas claras,
con las manos tranquilas;
y usaremos palabras sustanciosas,
auténticas;
no como esos vocablos erizados
de inquina que babean las hienas al instarnos al odio,
ni aquellos que se asfixian
en estrofas de almíbar
y fustigada clara de huevo corrompido;
sino palabras simples,
de arroyo, de raíces,
que en vez de separarnos nos acerquen un poco;
o mejor todavía guardaremos silencio
para tomar el pulso a todo lo que existe
y vivir el milagro de cuanto nos rodea,
mientras alguien nos diga, con una voz de roble,
lo que desde hace siglos esperamos en vano